domingo, 5 de octubre de 2008

Catarsis

“Let down and hanging on
Crushed like a bug in the ground
Let down and hanging around”
- Radiohead; Let down

La historia de este adolescente fue tejida con las agujas del dolor y la desesperación. No tenía salida, pero igual pudo escapar. Su nombre era Lucio, y la trama de sus días fue, por demás, escalofriante. Un recuerdo del pasado lo siguió siempre, atormentándolo, un recuerdo que nunca pudo expresar, ni aceptar en él mismo. Era homosexual, bisexual mejor dicho, y, como tal, rechazado. Otro recuerdo, más grato, le daba fuerzas para seguir adelante. Una novia, una chica que, desde el momento en que la conoció, nunca más olvidaría. Es difícil olvidar un primer amor, porque sí fue amor, del más puro e increíble, porque ambos se necesitaban, y él, aunque asustado y sabiendo el mal que podía causar, no pudo evitar enamorarse. El miedo nunca lo dejó en paz, la amenaza de confersar su naturaleza era el revólver que permanentemente apuntaba a su cabeza. La mano que dirigía el revólver, la del padre, una vulgar metonimia de la sociedad. Para algunas personas la normalidad es su motivo de vida, y esas personas no pueden concebir una deficiencia en el sistema, una falla, una diferencia, una particularidad, una inclinación, un deseo, una forma de pensar. Pobres esas personas, ¿no? A Lucio no le faltaban amigos, ni gente que lo quisiera. Era simpático y caía bien. Con un pelo castaño claro, delgado, alto y con lindas facciones, solía declararse heterosexual, no pudiendo disimular un seseo misterioso, ni un amaneramiento en sus formas de actuar. Pero hay mucha gente así, y no habría que suponer que toda esa gente está reprimida, oprimida por un entorno excluyente... o quizás sí, no lo sé en realidad, ni sé qué es la realidad, ni creo que valga la pena saberlo. Pero, más allá de eso, sí creo que la historia de Lucio, no siendo la única ni, mucho menos, la más feliz, vale la pena escucharla.

Todavía conservaba un rubio incandescente, y a veces sonreía con la naturalidad del infante cuando estaba en el Jardín. Debería haber jugado con los demás chicos inocentemente, corriendo y gritando irracionalmente, comportándose como un niño “normal”, con el típico espíritu lúdico de la niñez guiando sus pasos. Pero nada de esto fue así. Lucio era un chico retraído y callado. Siempre pasaba sus horas arrinconado, en la oscuridad, contra sus propios pensamientos. A lo largo de los años, fue dándose cuenta de su “anormalidad”. Una escapada al fondo del patio, una mirada y una revelación, un ver hacer pis, un tocar sin intención de nada en particular lo llevaron a intuir sus gustos, que no eran para nada excluyentes, sino que abarcaban a las otras inclinaciones también. Sin embargo, lo que también intuyó, fue que sus gustos, sin razón aparente, sí lo excluían a él del resto, y por eso los ocultó. Y por eso sufrió.

La vida es un teatro, dijeron muchos, y cada uno debe actuar y desplegar la personalidad de un personaje ilusorio del que, al final, sólo queda un recuerdo. Pero lo importante de esto, es conseguir el rol que nos haga felices, el papel que nos dé gusto representar mientras estamos sobre el escenario. Quizás no podamos siempre escribir nuestro propio guión, y quizás las más de las veces estemos ligados a sentimientos, a palabras sentenciosas que tensan sus curvas sobre el papel del libreto, atándonos para reducir nuestra voluntad, obligándonos a ser meros autómatas. A pesar de todo, a veces vale la pena intentar corregir nuestro futuro, sin dejar de ser lo que somos, sin dejar de vivir nuestra propia vida como más queremos. Lo malo es que muchas veces, por el desgaste del esfuerzo, nos quedamos sin fuerzas, y abandonamos la tarea para dejarnos llevar en un devenir irrefrenable que desemboca en la muerte, no de la carne, sino del espíritu.

“¡¿Qué te pasó Lucio?! ¡Por dios! Te quisiste cortar las venas, ¡¿estás loco?! Hoy mismo empezás a ir al psicólogo”. No pudo decir mucho en el momento, estaba desangrado. Y después menos pudo hablar, estaba avergonzado, aterrado. Todos escondieron el episodio, inyectándolo en las mismas venas abiertas de Lucio, que soportó el silencio de los demás y, peor aún, el suyo propio.

“La vaca punk no puede dejar de ser punk, porque esa es su esencia”, le dijo una vez a su novia. La vaca punk era un simple peluche al que le habían prendido, juntos, una especie de piercing en la oreja, y por eso era punk. Un día, cuando ella quiso sacarle el aro, él se lo prohibió terminantemente, diciéndole eso.
Después de un año y medio juntos, había que decir la verdad. Ya era insoportable la angustia, la farsa, las mentiras, los miedos. No pudo más, y le confesó todo. Explotó. En medio de su terrible crisis quiso sincerarse, y la perdió para siempre. Él no podía dejar de ser lo que era, pero ella no pudo aceptarlo. Después de muchos engaños, sobrevinieron demasiadas tortuosas noches de insomnio, acompañadas de lágrimas y lágrimas de un llanto espeso y salado. Muchos años de no llorar, hasta ese día. Una ruptura trágica, irremediable. Una destructora primera frustración para ella; la elección de un único camino para él. Ambos se separaron, cada uno por su lado. Ella contó todo y trató de olvidar. Tratando de imitarla, él se decidió, por fin, para no sufrir más, a contarlo todo. Pero por desgracia su camino estaba cerrado.
“Papá, soy gay”, fueron las últimas palabras que cruzó con él. Su protector, el ídolo de sus primero años, le dio la espalda. La intolerancia de toda una sociedad y el abandono se prefiguraron en ese torso tan supuestamente masculino, en esa espalda que, a diferencia de la suya, producía una sombra tan ancha contra la pared sobre la que él, con miedo, estaba recostado. La oscuridad terminó por abrumarlo, y no tuvo más remedio que irse, solo, excluido, releyendo y escuchando su música una y otra vez, buscando una respuesta en las letras, en la cadencia y el ritmo, desesperado ante el camino sin salida que había tomado. Y así comenzó a caminar, ardiente en deseos de desaparecer, desgajando una y mil ideas y posibilidades, atormentándose en la imposibilidad de seguir con su vida, hasta que llegó a la estación. ¡Un viaje! Eso necesitaba. Un irse a una tierra extraña, ajena, en donde nadie lo conociera, y empezar de nuevo, declarándose... pero no... pasaría lo mismo, sería rechazado, odiado, repudiado... ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? No sabía, pero entró igualmente en la estación. No sacó boleto, sino que fue directamente al andén. A lo lejos, vio con ojos ciegos las luces del tren que se acercaba, y pensó otra vez en un viaje. Escuchó con oídos sordos el ferroviario y moderno sonido de la locomotora, de los rieles, y sintió que el tren estaba dentro de su cabeza, cortando y despedazando sus pensamientos, triturando los sentimientos que lo oprimían a él, purificando su alma a través del dolor y de la destrucción. Aturdido dentro del caos de su alma, al fin colapsó. Bajó del andén, y caminó un rato siguiendo las vías, hacia la locomotora. Antes de que el tren ingresara en la estación, todavía con velocidad, Lucio se desvaneció, y se dejó caer, hundiéndose en su propio abismo. Resignado, triste, incomprendido, cortó de raíz su propia vida. Al igual que el día que se enamoró, no pudo evitar suicidarse. Quizás esta vez no sabía el mal que podía causar, ni el dolor que podía generar. El suicidio, como el amor, suele ser egoísta.
A los pocos días sonó un teléfono, y una voz amiga dio noticias sobre la suerte de Lucio. Ese mismo día, una chica, sola en su cama, escuchando su música, volvió a llorar.
Chatterton

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