miércoles, 8 de octubre de 2008

Insomnio del artista frustrado

Cada músculo me arde y duele de solo tenerlo. Cada ojo se incendia por el eterno parpadeo que me exaspera. El tiempo parece discurrir a su antojo, llevando de acá para allá los minutos y segundos que se congracian al torturarme, al angustiarme en lapsos huecos de sentido. La mañana amenaza de nuevo con llegar. El lógico devenir trae consigo un nuevo crepúsculo, más odioso que el anterior, cargado de obligaciones que deberé cumplir debidamente dormido, sin fuerzas, sin ganas, sin voluntad.
Los días de brillante sol y flores perfumadas que colman un mundo romántico no existen para mí. La única vegetación que percibo es el cúmulo de estrellas rutilantes, pululantes en un cielo que lentamente, desesperadamente para mí, se va colmando de blancos capullos sin pétalos ni tallos, bellos pero rutinarios, muy rutinarios; el primer astrónomo tuvo que haber padecido insomnio, es una de las pocas escapatorias a esta condena, creo yo. La otra, la que yo practico, la más agobiante e inservible, es pensar. “¿En qué?” Se estarán preguntando los lectores. En algo tan simple como el hecho, improbable, de que a ustedes les interesa conocer mi eterno y noctámbulo “vía crucis”. Me propuse, algunas veces, escribir algo más elaborado, como cuentos largos, novelas cortas o ensayos medianos, pero todavía estoy muy inmaduro, tengo que aprender y configurar un estilo; seguramente en mi lecho de descanso perpetuo (si es que algún día dicho alivio arriba a mi existir, el cual dejaría de serlo) pronuncie un discurso semejante, una excusa similar que oculte la vergüenza de no haber tenido el genio suficiente para crear una verdadera obra de arte.
Y acá empieza otra vez: el insoportable gorjeo de mil (aunque en realidad sean cuatro nada más) aves matutinas, el insufrible repiqueteo de trinos agudísimos que calan y perforan mis oídos, que atraviesan mis tímpanos y descienden (o ascienden) hasta el alma, que me dicen irónica y despectivamente: “es de día, ya es hora de que la gente normal se levante y continúe su vida”. Es indescriptible la hórrida sensación de vacío y dolorosa soledad que se apodera tiránicamente de mi espíritu. Sólo en este patético instante imploro piedad y clemencia. Sí, hasta mi orgullosa soberbia se quebranta frente a la humillación de la que soy objeto.
Ahora empiezo a entornar los ojos, todavía heridos por el fuego que los incineró, acurrucándome entre el montón de sábanas y delirios que desordenaron mi cama y mi cabeza. El sueño se inmiscuye y adormece mis sentidos abrumados. La paz reina ya en los pensamientos, creando la atmósfera propicia para descansar cuando el día recomienza. Y acá vuelve, como siempre, la última idea que, tan asiduamente como las estrellas, sobrevuela mi mente. Es la última esperanza que medianamente alivia mi pesar, y consiste en: “suponiendo que la vida de cada persona forma parte del sueño de otra, si mi existencia es nada más que la proyección onírica de un ser viviente, de esto se deduce que mi pesar, mi tortura y mis inextricables penas son, solamente, la trama de pesadillas anónimas que me crean durante la noche y me suprimen al despertar”. Y, ¿saben algo?, no hay nada que me traiga más calma en este momento, como saber y tener conciencia de que existe otro, en algún lugar, que duerme apaciblemente, saber que hay otro, en algún lugar, que tiene paz.

Chatterton

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